Beatriz Tejada Carrasco
El quinto hijo es la historia de una pareja británica que en los años setenta se enamora, se casa y decide tener una vida tradicional perfecta, con muchos hijos criados en un hogar acogedor, y con la mujer dedicada íntegramente a las labores familiares. Para llevar a cabo esta vida ya obsoleta en la sociedad en la que viven, compran una vieja casa enorme en un pueblo de las afueras de Londres, y comienzan a tener hijos ininterrumpidamente hasta un número de cuatro, siendo plenamente felices. A pesar del recelo inicial de sus familiares, Harriet y David son felices, felices abriendo habitación tras habitación y acogiendo en su hogar a los parientes que disfrutan allí de estancias vacacionales a lo largo del año.
Este feliz equilibrio se rompe cuando se anuncia la llegada del quinto hijo. Desde el comienzo, Harriet, la esposa y prolífera madre, advierte que su embarazo no está siendo como los demás. El feto se mueve con una fuerza excepcional impidiéndole descansar, sumiéndola en la preocupación y el miedo, y despertando en ella un oscuro deseo no verbalizable: desprenderse de él. Parece que todo alrededor de ella está cambiando; incluso su actitud cariñosa con respecto a David, el marido, se vuelve intolerante.
Ese niño, Ben, será el elemento de ruptura del perfecto modelo familiar del que disfrutaban. Su fuerza física y sus intenciones malévolas le convierten en un extraño del que todos recelan: sus hermanos le temen y huyen de él; los parientes que frecuentaban la casa van dejando de acudir al hogar conforme Ben crece; el padre lo rechaza como hijo. Y sin embargo, por mucho que intentan que un facultativo reconozca su extrañeza, su retraso mental, su naturaleza maléfica, no obtienen diagnóstico alguno. Es por ello que cabe preguntarse si Ben sufre realmente una mutación, una regresión genética, como percibe su madre, o si es Harriet la que ya no quiere la vida familiar diseñada, y el rechazo es fruto de su insconciente, de un deseo que no puede afrontar, y de ahí su intermitencia en cuidarle o dejarle en un extraño centro para enfermos mentales. O si es la familia al completo la que rechaza la diferencia y no puede dar un lugar al nuevo hermano que no responde al modelo preconcebido. Si la obstinación de la familia en la perfección no hubiera sido tan persistente, tal vez Ben hubiera podido integrarse y continuar unidos. Pero esta opción no es posible y la familia se desmorona definitivamente, hasta llegar al final de la narración, con una Harriet sentada a la gran mesa de la cocina, epicentro de lo que fue una vida feliz, pensando en dónde estará ese hijo al que por otra parte no quiere ver.