“Los que valen, cocinan; los que no, friegan”
Julian Barnes es un cocinero perfeccionista. Metódico y ordenado, sigue al pie de la letra todas las recetas sin improvisar un ápice. No deja espacio para la creatividad, ya que esto le ha llevado en numerosas ocasiones al deshonor ante sus invitados. Considera que, al igual que un abogado no improvisaría en un juicio, un cocinero tampoco debe hacerlo al preparar un plato. Desde esta premisa, el autor de novelas como El loro de Flaubert o Arthur & Georges cuenta con frescura y sarcasmo los problemas variopintos a los que se ha visto enfrentado como cocinero amateur. Como el día en el que despellejó con alicates una anguila, que tuvo que clavar previamente en el marco de una puerta, o cuando guisó una liebre en salsa de chocolate para dar de cenar a un almirante jubilado.
“Quizá, además de tiempos de cocción y número de raciones, las recetas debieran incluir también un índice de probabilidad de depresión. De uno a cinco nudos corredizos del verdugo”.
Barnes dedica varios capítulos a comentar los libros de recetas que le han marcado a lo largo de su trayectoria como cocinero aficionado, la mayoría de ellos clásicos de la cocina inglesa. Considera que el estilo empleado en este tipo de obras, que ni mucho menos deben considerarse simples libros de instrucciones o listados de ingredientes, es algo fundamental, que no basta solo con ser un chef reputado, también es necesario saber escribir de cocina. Y así critica la prosa y los errores presentes en muchos de ellos, causantes de algún que otro desastre en su cocina. Tolera especialmente mal la ambigüedad de ciertos autores cuando, por ejemplo, indican añadir a un plato un “puñado” de almendras, “una pizca” de jengibre, “algo de” cilantro, porque, ¿cómo medir lo que cabe en una pizca?, ¿a qué tamaño de puño se refiere el autor?, ¿existe acaso un puño estándar?
“Cuando no se especifican las cantidades de un ingrediente, hay que añadir mucho de lo que te gusta, un poco de lo que te mola menos y nada de lo que no te apetece.”
Con estas dosis de ironía y sentido del humor, Barnes despliega un relato ameno y muy bien llevado, sustentado en su ritmo ágil y en la extraordinaria capacidad que demuestra para reírse tanto de sí mismo como de cualquiera que se atreva a entrar en su cocina, ya sea en forma de manual consagrado o de molesto pinche (aquí sin duda habría que exceptuar a “la mujer para quien [cocina]” el perfeccionista, a la que también dedica este libro y a la que todas envidiamos un poco).
Este se puede considerar un libro raro entre la obra del autor inglés, un divertimento que no tiene nada que ver con su producción novelística, exceptuando su bien trabada narración. En todo caso resulta interesante para el lector de Barnes descubrir esta faceta del autor, así como para cualquier otro lector con interés culinario. Porque El perfeccionista en la cocina es un libro delicioso en todos los sentidos, masticable, con olor, sabor y buen hacer que, por encima del juego, destila una concepción de la cocina y la comida como uno de los placeres esenciales de la vida. Y este disfrute se lo regala al lector desde la primera página.
“De eso se trata. De elegir un pan. De untar mantequilla a diestro y siniestro. De sembrar el caos en la cocina. De no malgastar sobras. De dar de comer a tus amigos y a tu familia. De sentarte a una mesa donde se celebra el irreductible acto social de compartir alimentos con otros. […] Conrad tenía razón. Es un acto moral.”
Es un libro que nadie debería dejar de leer,tanto por su contenido,como por su argumento
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